LAS MIL CARAS DE MI CIUDAD es el título que mi amigo José Marcelino García ha puesto al artículo que esta semana publica en el diario "El Comercio". Casualidades que tiene la vida, porque así se llama mi blog. Ignoro si se habrá acordado de este espacio en el que siempre que puedo publico aquellas cosas suyas que pillo aquí y allá. la que sigue es una de ellas.
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Foto de "El Comercio" |
Cantaba ella bajo una pérgola del Muro de la playa de San Lorenzo. Cantaba con una voz triste, suave, menguada: algo así como un bolero lleno de perfidia, de amor y de tristeza, mientras pasaban los coches muy cerca y se oía el rugir de la marejada. La letra decía cosas de nosotros; cosas e historias que están en el corazón. El día era amenazante, y la gente, a buen paso, caminaba con paraguas mientras oía a la mujer como el que oye llover. Ella, cantante callejera, no miraba a los transeuntes, parecía dirigirse al esplendor de la mar, al Cristo del arenal que un artista forastero había hecho en la playa y que la lluvia iba desplomada poco a poco como un Cristo. Cantaba a eso, a las penas, y también a los sueños que no existen y pueden existir. Venía más negrura por el oeste, y la espada de un relámpago destacó en el cielo su reflejo de otro mundo. Al poco, un trueno sombrío retumbó. Entonces, una cuña de luz fría y metálica abrió una brecha de granizo, y un pedrizal golpeó, con sonido de perlas, el ruido de las calles. Enseguida se encendió una luz nueva y se hizo un silencio de nieve por el entorno. Ella dejó de cantar, fue a la barandilla del Muro y contempló aquel paisaje imposible: la llanura desierta de la playa cubierta, ahora, de una rosaliada nieve dura bajo un cielo alterado. Pálida y admirada, pestañeo como una niña, hizo una inspiración profunda y toda su esperanza son rió al horizonte, a todos los abarcos que, por l araya, le parecían que iban en ruta hacia las islas de sus sueños; sonrió a la blancura solitaria de toda aquella superficie tan enternecida, a la inmensidad de la mar que, con su ronca voz, parecía llamarla, y también sonrió al cielo y a la tierra que tan escasamente la bendecían. Fue sólo un momento. La mera tierra, el puro asfalto sucio, los charcos, volvieron a rodearla entre el ir y venir de la gente. Las nubes marchaban por el Infanzón hacia el este. Sólo quedaba el viento, el lamento de la mar, un sol súbito, alegría momentánea de algunos paseantes, y ella otra vez sola, cantando, al borde de la acera, frente a la mar sin nadie en la escalera nueve.
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