viernes, 16 de diciembre de 2011
LOS HIJOS NO DEBERÍAN MORIR NUNCA
Las navidades, fechas que casi por obligación tienen que ser alegres, nunca –o casi nunca desde que dejé de ser joven- lo son para mí. Siempre hay algo que, por una u otra razón, las estropea. Para empezar, al igual que el año pasado, me ha pillado una medio gripe que, amén de mantenerme callada –para regocijo de quienes dicen que hablo demasiado- por tremenda afonía, me produce un decaimiento físico que me impide hacer vida normal; que, por otra parte, sigo haciendo, pero no sin esfuerzo. ¡Ya está, ya lo solté!, pese a que sé que eso no importa a nadie, pero si no puedo hablar, al menos escribir… Disculpas, queridos amigos, no olvidéis que soy una chica (¿?, por lo de chica, vamos; no sé yo qué límite pone el Real para ese concepto y no lo voy a consultar, por si acaso), repito lo de chica y añado de barrio, de las que habla con sus vecinas, con el vendedor de cupón, con el pobre de la esquina y con todo el que se pone a tiro. Siempre, claro está, que no sea un/a imbécil, que de todo hay. Lo que hasta ahora llevo dicho –más bien escrito- no tiene nada que ver con el título, lo sé. Pero sí con parte de ese decaimiento que me tiene el alma encogida –catarros aparte-, que es la muerte de los hijos. Y es que este mismo mes se han muerto los hijos de dos personas queridas. A mi amiga Esther se le murió a primeros de mes su hija, 28 años, y a mi compañero, Ricardo, el sábado pasado su hijo, 48 años, hace ahora un año, otra amiga, Sara, daba sepultura a su nieto de 38 años. Me pongo en su piel y se me hiela el alma. Creo que el mazazo más grande que puede darnos la vida es el de enterrar a un hijo, va contra la naturaleza, va contra cualquier pronóstico que hayamos hecho de futuro. Podemos imaginarnos la muerte de nuestros mayores, hasta la propia, pero nunca se nos pasa por la cabeza la posibilidad de perder un hijo. El otro día en una conversación con un amigo, de esos que van y vienen de los que nunca sabes analizar sus sentimientos, ante la enfermedad que tiene su mujer –importante- me decía que las madres nunca deberían de morir. Quiero imaginar que pensaba en sus hijos -ya casados y con descendientes, pero me temo que aún sin destetar-, ni tan siquiera me pareció que se refiriese a la propia. Entiendo su sentimiento, entiendo el comentario, pero como acababa de suceder lo que relaté al principio, pues me quedé con la cantinela de que son los hijos los que nunca deberían de morir. Hablo como madre, como hija un día –lejano- tendré que enterrar a mi propia madre, sé perfectamente que si los términos se invirtiesen le causaría un sufrimiento tan grande que es como si la enterrase en vida. De acuerdo, cada uno tiene sus propios problemas y las gafas graduadas a su medida, pero las madres preferimos nuestra propia muerte a la de un hijo. Lo dicho: Los hijos no deberían morir nunca.
Esto lo repito todos los años en estas fechas.Son muy tristres paras muchísimas familias,una de ellas, la mía.Y cómo tu pienso en Sara, Ester y Ricardo.¿feliz Navidad? Se puede ser feliz estos días teniendo casos cómo estos en nuestro entorno? ¡NO!
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