La dificultad para transmitir los valores del cristianismo
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ÁNGEL AZNÁREZ
El último 27 de junio se hizo pública la Declaración de la  Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española sobre el  «Proyecto de Ley de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de  la Vida». Habiendo leído con reiteración dicha declaración (o  documento), siempre en alta voz, su ritmo me recordó al musical del  Bolero de Ravel, que empieza con un suave «tempo lento» a base de  flautines, sigue en un «crescendo» continuo y acaba en una apoteosis con  bombos, platillos y con un tamtan. Delicadamente empieza la declaración  episcopal con lo de «contribuir al necesario y pausado debate público» y  concluye con un «no» casi total y a todo. Si al documento se añadiera,  como epílogo, lo manifestado por el obispo portavoz al presentarlo a los  medios de comunicación, entonces el final orquestal sería como si todos  los músicos, enloquecidos y en pie, trataran de hacer con su respectivo  instrumento el mayor ruido posible. Mucho ruido, mucho.
Surge ya y pronto un asunto trascendente: la dificultad en la  comunicación o en la transmisión de lo religioso -de esto, como de casi  todo, los que más saben son los judíos-. Este problema, de muchos  componentes (sin excluir la soberbia o la falta de humildad), que se  está generalizando en la Iglesia universal, se viene desde hace un  tiempo manifestando con gravedad en la Iglesia española, con fallos en  la transmisión de la fe y del Evangelio, y fallar en esto es fallar en  lo esencial. Esto se escribe sabiendo las dificultades de los últimos  años, en los que el Gobierno español, de muchos y graves errores, ha  montado gigantes rompecabezas, también en lo religioso; pero eso no vale  para exculpar, pues la verdadera la excelencia está en las  dificultades, no en lo sencillo. Nos encontramos próximos no a un  secularismo arrasador, sino a una ruptura cultural, en la que los  valores del cristianismo no se transmiten en el proceso de  socialización. O sea, en el principio del fin (esto no es desgarro  apocalíptico).
Los obispos franceses, a primeros de año, se enfrentaron a una  proposición senatorial de legalización de la eutanasia (que no  prosperó). El obispo portavoz de la Conferencia francesa, monseñor  Podvin, intervino de manera ejemplar, sin griterío ni congestionado, el  27 de enero en el programa «19 heures» de la televisión Public Senat.  Esa intervención fue modélica -el vídeo lo pongo a disposición de los  lectores que deseen verlo-. Y qué decir del jesuita P. Tommy Scholtès,  que fue gran portavoz de la Conferencia Episcopal belga. En Roma siempre  se dijo que la finura de los eclesiásticos «fetén» consistía en  bostezar sin abrir la boca. Aquí, en las formas y en algún fondo, parece  que los de Lefebvre, a gritos, gobiernan en coalición. Ese gran  problema de la transmisión de la fe (catequesis en sentido estricto) es  responsabilidad en gran medida de los obispos. Lo último escrito sobre  esto se puede leer en el libro reciente «¡A causa de Jesús!» (página 367  y siguientes), de Joseph Doré, teólogo y arzobispo emérito de  Strasbourg. Incidentalmente señalemos que poco se resolverá con esos  cinco paliativos del acicalado arzobispo Rino Fisichella, presidente del  Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, tales como abrir  tardes y noches las catedrales, rezar vísperas y quemar incienso, mucho  incienso.
Es natural que una religión, la cristiana, rechace la eutanasia  en cualquiera de sus modalidades, pues la religión, además de lo  específicamente religioso, que es estar religado o vinculado a Dios, es  portadora de «valores» que constituyen la base o sustrato más profundo  de lo humano, necesarios para la integración social -«Vivir es, en el  hombre, convivir» (Emilio Lledó)-. Es inconcebible una religión  contraria a la vida, que favoreciera el suicidio, que patrocinara el  incesto, o el canibalismo, o el odio a los más débiles. Dar a la vida  del hombre el estatus de sagrada es una manera muy religiosa de poner  muros o barreras contra el homicidio en cualquiera de sus modalidades,  sea aborto, eutanasia o asesinato -la cuestión de la religión como causa  de guerra (religiosa y/o civil) no la podemos ahora abordar-. Y la  religión cristiana en la defensa de aquellos valores es muy radical,  desde la defensa de la vida al llamado «mandamiento nuevo», que es una  forma extrema e hiperbólica de amor: el amor a los enemigos -«si alguien  te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra», escribió el  evangelista Lucas (6, 27-30).
La argumentación de la declaración de los obispos (contra la  eutanasia en cualquiera de sus posibilidades) sobre la dignidad humana y  el carácter sagrado de la vida es la tradicional de la antropología y  del derecho natural cristianos, y del magisterio pontificio (encíclicas  de Juan Pablo II «Redemptor hominis» y «Evangelium vitae»). Apunto a  continuación tres cuestiones importantes: a) El constitucionalista  italiano Gustavo Zagrebelsky escribe en su libro «Derecho dúctil»  (página 67): «Las nociones de dignidad humana y persona humana son  nociones que no pertenecen a la tradición del derecho natural  racionalista, sino a la del derecho natural cristiano-católico». b) El  gran sociólogo de las religiones Émile Durkheim, estudiando el suicidio,  descubrió que las tasas de suicidio varían en razón inversa al grado de  integración religiosa, y así señaló que los protestantes se suicidan  con más frecuencia que los católicos. c) La vinculación de la dignidad  humana a la autonomía personal y asegurar que esa dignidad se pierde en  casos de extrema dependencia psíquica y física, tal como señalan algunos  partidarios de la eutanasia, es dejar indefensas a miles de personas,  entre otras, a las que padecen la enfermedad de Alzheimer en su fase más  aguda.
Eso es una realidad, y otra es que, a través de la lectura de la  Declaración de la Comisión Permanente de los obispos españoles se  olvida que lo que el proyecto de ley permite es que el enfermo pueda  rechazar intervenciones y tratamientos, con efecto de acortar la vida o  ponerla en peligro inminente, sólo si aquel está en situación terminal  (enfermedad avanzada, incurable y progresiva, sin posibilidades  razonables de respuesta al tratamiento específico, con un pronóstico de  vida limitado a semana y meses) o en situación de agonía (fase gradual  que precede a la muerte, deterioro físico grave, debilidad extrema,  trastornos cognitivos y de consciencia). Y eso está muy cerca de lo que  el Catecismo de la Iglesia católica considera legítimo en el número  2278. Catecismo en el que está «el contenido esencial y fundamental de  la doctrina católica sobre la fe y la moral» y que con mucha extrañeza  los señores obispos españoles ni lo mencionan. Me hubiera gustado leer  la exégesis episcopal de ese texto catequético.
Sobre la voluntad del paciente de rechazar intervenciones y  tratamientos, la declaración dice que responde a «una concepción de la  autonomía de la persona como prácticamente absoluta», y eso no es  verdad. Cierto que el «yo» cartesiano y de la Ilustración es de mucho  mayor tamaño que el «yo» cristiano-católico, no obstante la creación  humana a imagen de Dios y la posterior reencarnación. La radicalidad  cristiana se vuelve a manifestar, incluso de forma paradójica: «Quien  quiera salvar su vida la perderá, y quien la pierda la conservará». En  esa cita evangélica está, según Paul Ricoeur, la desaparición del ego y  el desprendimiento de sí (cierto que mucho podríamos debatir sobre  esto). No es casualidad que los llamados consejos evangélicos para la  vida consagrada -sólo para ella- exijan la pobreza, la castidad  (perfecta continencia en el celibato, según el canon 599 del Código de  Derecho Canónico) y la obediencia (someter la propia voluntad a la del  superior legítimo, según el canon 601). ¡Qué gran tema de teología ese  de la «consagración y celibato»! Reconózcase que un «yo o ego» pobre,  casto y obediente es un yo pequeñito, empequeñecido, con resultado, a  veces, escandaloso. Acaso la verdad del «yo o ego» humano esté en un  término medio, entre lo gigante y lo canijo.
Los señores obispos se extrañan que el proyecto de ley «ni  siquiera mencione el derecho fundamental de la libertad religiosa». Lo  extraño, me parece, sería que la mencionase, pues ese derecho  fundamental, tanto en sentido objetivo como subjetivo (derecho), no está  lesionado en el proyecto gubernamental. Se comprende la preocupación de  los señores obispos por ese derecho, pero hay que aconsejarles que no  se obsesionen tanto con él, pues pudiera ser contraproducente. Se les  podría recordar que en lo de la libertad religiosa no están para dar  muchas lecciones -en España no hay tradición de libertad religiosa  precisamente por obispos, por otros obispos en el pasado lejano y  reciente- y mencionar los acuerdos internacionales sirve para recordar  la dudosa constitucionalidad de los firmados en 1979 entre la Santa Sede  y el Estado español -sobre esto escribimos en «Sínodo para el Oriente  Medio (II)» el 2 de noviembre de 2010 (Religión Digital.com)-. Mucho  podría escribir del artículo 206 de la ley hipotecaria, el de la  inscripción de bienes en el Registro de la Propiedad por simple  certificación eclesiástica, tan de actualidad.
La frase en cursiva que encabeza este artículo es de José  Bergamín, barroco, calderoniano y escritor de «Mangas y capirotes», que  está en la página 131 de su Antología (Castalia, 2001) -algún día  escribiré de la cena con Bergamín y con Marcial Suárez («Allariz»), el  negro de Cela, la noche del 23-F-. El lector/a puede referir la cita a  lo que más le apetezca; si lo hiciera pensando en los señores obispos,  ha de saber que éstos creen en Dios y que José Bergamín (q.e.p.d.)  siempre fue ateo.
(Publicado en La Nueva España 24 de julio de 2011)
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