DOMINGOS POR EL RASTRO
En la mañana poblada del Rastro andamos en zigzag por este redondel de calles. Nada hay más pobre en él que estas monedas antiguas con caras de emperadores narigudos, con reyes felones, águilas imperiales, dictadores y reinonas, llenos todos de la 'Gloria mundi transit'. Nada más pobre, digo, que toda esta perronería borrosa, rayada y miserable de níqueles y cobres diciendo: .«Por la gracia de Dios». Y también nada que se parezca más al aburrimiento que estos sellos clonados, impolutos y como inmortales (sin matasello), tan distintos a sus hermanos, muertos por llevar amores, pascuas, noticias, pesares. en cartas de fina caligrafía descifrada lentamente en un rincón de la cocina, o al viento, bajo la anatomía de un árbol frondoso, de un verano ya ido.
Ya son todo viejas historias estas del Rastro. El mundo huye y, al final, sólo nos deja esas treinta monedas con las que muchas veces nos compraron el oro puro de nuestros sueños de juventud. Imperdonable plata Iscariote que siempre compra los más bellos horizontes de nuestra corta existencia, que nos quita el catalejo que alarga la mirada o nos desvía de los campos y los bosques en los que ya nunca estaremos, que nos impide vivir sobre las nubes o coger los veleros que van a las islas. A veces, y casi siempre al final (cuando ya estamos en las traseras de la tarde y el fracaso), arrepentidos, arrojamos a los pies de los sacerdotes del dios Mammom esas monedas que ya nadie quiere. y que terminan en el Rastro.
Por eso, siempre me han parecido tristes, sórdidas y oscuras las manos de todos estos hombres que repasan las efigies de las monedas; que miran y remiran por ver si descubren su falsedad, como si el dinero no fuese siempre falso, y ensombrecidos esos ojos del coleccionista de sellos contemplando, ensimismado, la arqueología de caras y figuras del pasado. Monedas y sellos para hombres solitarios de plaza Mayor, que los irán guardando (para verlos ello solos), en cajas que, seguramente, nadie abrirá hasta su muerte.
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