viernes, 27 de agosto de 2010
No está trucado, era la temperatura a las dos de la tarde en Altea. Y ahora, que son las diez de la noche, ha bajado a 30 grados. Comprenderéis la situación. Así las cosas echo de menos mi Cantábrico, esa brisita que te obliga a poner una chaquetita aunque estemos en agosto, el paraguas siempre a mano porque cualquier día es bueno para que caigan cuatro gotas, ninguna falta el aire acondicionado, porque ya nos lo sirve directamente la naturaleza. Pero nada, yo erre que erre, que hay que salir de veraneo. ¡Coño con el veraneo! Perdón, una vez más he perdido la compostura. Pero, de verdad, no es para menos. En realidad tendría que ser castigada –y creo que lo estoy siendo- . No me quejo de las mañanas, no les pongo ningún inconveniente. El paseo por la orilla del mar y el par de baños justifican el sacrificio. Pero… ¡ay, Dios mío, lo que viene después! Abandonar la playa es todo un poema, porque una vez que se deja la orilla del mar, la arena quema hasta tal punto que tienes que calzarte. Resultado: llegas a la ducha enarenada como una croqueta rebozada lista para freír. Y como la manía de no ir a la playa que tienes delante de casa, que nos sería más que cruzar la calle, te empeñas en coger el coche e ir a la de Benidorm (causa justificada, porque son 4 kilómetros ininterrumpidos de paseo por la orilla, y la que tienes delante de tus narices es algo más corta y se acaba enseguida). Pues bien, segundo inconveniente: no siempre resulta fácil aparcar cerca y…hay que buscar aparcamiento. Aparece, donde aparece, no se puede pedir mucho. Por lo que el trayecto para recuperar el “horno”, que es en lo que se ha convertido el coche en el par de horas que has estado en la playa, se parece a un peregrinaje de alma en pena: sudas por todos los poros, el asfalto reblandecido emite un vaho insoportable y… Ya es bastante, no. Entrar en el “horno”, sin que te dé un desmayo es toda una proeza. Hay que esperar a que el aire acondicionado enfríe un poco el receptáculo. Pero no, las plazas de aparcamiento escasean y el que viene detrás necesita que la dejes pronto, porque precisamente pronto se formará tremenda caravana. Total, te metes en el coche a tropecientos grados, de arena hasta las cejas, colorada como un pimiento morrón porque el sol no entiende mucho de cremas de protección en pieles de tan mala raza como la tuya Eso sí: estás de vacaciones. Llegar a casa es una bendición del cielo, el aire acondicionado -que ya veremos el recibo de la luz de las vacaciones- te la mantiene a una agradabilísima temperatura. Por lo que decides atrincherarte con ventanas cerradas a cal y canto y hasta que deje de dar el sol –más o menos a las cinco de la tarde- cortinas cerradas. De salir a la hermosa terraza sobre el mar: nada de nada. Otro horno. Afortunadamente en las estanterías sigue habiendo libros, muchos libros. Los de Fernando- que descansa en campo santo, ya no lee (obvio) y tenía una buena biblioteca, ahora mía-, los de mi madre que siempre fue una gran lectora y ha cambiado de nuevo el Sur por el Norte, los míos… Vamos que siempre hay qué leer. Y, sin que nadie se entere, he pasado por la única librería que hay en Altea y compré unos cuentos de Chejov que no había leído. En el mismo libro se dice que escribió más de mil, creo que me quedan unos cuantos por leer –aunque no los haya editado todos, cosa que ignoro. Está claro que para leer al gran cuentista no hubiese sido necesario venir de vacaciones a Altea. Porque la ola de calor me está matando. Menos mal que el domingo regreso. Lo pasaré entero de aeropuerto en aeropuerto -el viejo utilitario se queda aquí-, por aquello de que los vuelos baratos que tan mal gestiona nuestro Principado de Asturias me tendrán rodando por el aeropuerto de Barcelona varias horas. Pero eso también forma parte de las vacaciones. Ya llegará septiembre para poder descansar. No creo que me vaya a afectar el síndrome post vacacional. Este año seguro que no
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