el lugar en el que nací y de donde partí, enriquecido con muchas experiencias, empobrecido al haber perdido arraigo muchas de mis convicciones y al haber
quedado destruidas muchas de mis certidumbres.
(Con ideas de Aldous Huxley)
Entré en la vida una madrugada de nieblas y orvallo, siendo mi primer espacio, visto y tocado, el de Oviedo. Nací con la ayuda de una comadrona, cuyo cónyuge, músico de aupa, tocaba el violín en el “Café Suizo” de la Plaza de Riego, de chicas ligeras con madame ancha y corta, de pestañas postizas y colorete de cara. Tal vez de aquello viene mi afición al órgano, instrumento de goces místicos, y a los platillos no volantes, detestando los gritos y alaridos de la Opera , de tan poco sexo.
Cadenas del "Privilegio de la Cadena! en la calle San Fancisco |
Mi calle fue la de Campomanes, de tanto postín que los nativos en ella llamaban “plazuela” a la vecina Plaza de San Miguel y llamaban “chalet” al Palacio de la señora Garralda, natural de Navarra, que hizo marqués, de Aledo, por boda, a un burgués y Herrero local. Y de postín literario, fue don Ramón Pérez de Ayala, que escribió cosas tan jesuíticas como AMDG y tan veterinarias como “La pata de la raposa”. La vecindad de don Ramón a la buhardilla de Alicia, la costurera de los Masip, fue grande y gracias a lo cual, por “costurerias”, al hijo de Alicia, lo emplearon en el Banco Herrero.
A los pocos días de vida, en un amplio cochecito de bebé o “leré”, de cuatro grandes ruedas, con ballestas y freno de pié, de capota plegable y sonajero de ruido como una carraca, me llevaron a San Isidoro a bautizar. En la Plaza del Ayuntamiento tuvo lugar la presentación a la dueña de tal lugar, Doña Honorina, con moño de farmacéutica, viuda de Castañón, y suegra de Calviño, empleado de la Caja de Ahorros en Teverga , y de Crovetto, radiofonista granadino. ¡Ay, ay don Francisco Quevedo, qué razón tuviste al escribir, en el siglo XVII, que “los tres enemigos del cuerpo son los médicos, cirujanos y los boticarios”! Antes, al pasar por la calle Magdalena, desde el carrito-leré, se vieron las ligas negras que sujetaban las medias de alivio de Pepita Guillaume, la librera de misales, de piernas en arco.
Escalera de Caracol de San Isidoro Del Real |
En la gran plaza, al pasar por “El Caballo”, tienda de bolsos, olía a marroquinería tanto como en Marrakech (por cierto que en Oviedo, hubo dos grandes “cosas” moras o bereberes: los olores de “El Caballo” y la cúpula de la Iglesia de “Los Carmelitas”, en Santa Susana, un autentico minarete o alminar como la Kotubia mora de Marrakech. Es que Oviedo, visto desde la autopista (a la altura de la Corredoria ), parece una Jerusalén, por la disputa entre las torres de Cristo y aquel “minarete” como de Alá. Es que los Carmelitas de Oviedo, el gordo P. Gregorio y el flaco P. Florencio, entre otros, siempre fueron muy de harenes a la hora de merendar con damas y con bombones del Peñalba.
San Isidoro El Real, fue muy importante -mi Iglesia-, estando a la derecha (según se entra) la pila bautismal y a la izquierda una imponente y peligrosa escalera de caracol, de acceso al coro, en la que una vez caí, y que si no fue caída mortal, se lo debo al cura don Robustiano (don Robus), que, por confesar recogerme desde el confesionario o garito. En esa Iglesia, curiosamente, hay una importante reliquia y debe saberse –sigue estando allí- del jesuita San Francisco Javier Aznárez, navarro él como mi padre. La tal reliquia contiene en el reliquiario de un trozo de la vertebra del Santo –dicho a mí por el actual párroco, de lo que daría fe si me quedare-; por eso, besar tal relicario es muy recomendable para los huesos.
Y en esa Iglesia, tuerta por tener un solo ojo o torreta, comulgué “antes” de hacer la Primera Comunión , por ir “pa delante” por hacer lo que mucha gente. He de decir que don Luis Legaspi no fue partidario, a diferencia de otros, de hacerme la traqueotomía, para extraer la Hostia Divina indebidamente antes de confesión y ya en la tráquea. Por causa de tal episodio siempre exclamo, aunque no venga a cuento: ¡Dios me coja confesado!
El llamado “Campo” (Campo de San Francisco), fue un jardín, que, por ser paraíso, también fue persa –muy diferente de la actual cochambre, con barracas de feria arriba y mercadillos abajo--. El Paseo de los Álamos fue paseo de correr en bicicleta o corriendo y haciendo equilibrios con aros de madera, o pasearse, moviendo culitos las señoras, envueltas sus carnes en fajas turbo de mucho apretar. La fragancia de rosas en la Rosaleda abría el apetito de merienda a base de yemas de huevos y de plátanos, antes de ver copular a los patos en el estanque próximo abriendo los ojos, admirado, como platos; un estanque que no era el de la Virgen de Covadonga, en el mismo Campo, de muchos cabezones, después ranas, y donde los “barquitos” a base de hojas de árboles hacían travesías, como en Paris, en el Jardín de Luxemburgo.
Y “La Chucha ” superaba en regalices y chicles “chew” a “La Boalesa ” de Santa Susana, con Maristas del Auseva al acecho del fumado pitillo furtivo, cerca de la cual pasaba el Hermano Jacinto, con patillas de bandolero, camino de la imprenta en la Calle Quintana , donde se imprimía la revista colegial “Cumbres”; el Hermano Serafín ya hacía fotografías y los alumnos, hoy arquitectos Pol y Nanclares, declamaban con mucha piedad versos a la Virgen en el mes de las Flores.
Refoto reciente del autor |
Relicario con vertebra de San Fco. Javier en la Iglesia de San Isidoro |
Después de vivir en la marinera Galicia, la aceitunera Andalucía y la Cataluña , de la madre que la parió, me voy acercando otra vez a la calle Campomanes, mi espacio referencial. Ahora trabajo casi ya en el Antiguo, en un palacio muy del esposo de la Regenta. Es mi penúltimo trabajo, pues el último, acaso, lo desarrollaré en la Calle Campomanes -eso será si Dios quiere, naturalmente-. Y el tiempo es lo más escaso que tengo. Es que, como ovetense, Dios fue y es muy principal, aunque
como dijera un rabino judío, que exista o que no exista es accesorio.
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Árbol "sostenido y con ganas de echarse a dormir cansado de tanta verticalidad" del Campo de San Francisco de Oviedo |
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