Cada día me cuesta más trabajo
escribir en el blog. No porque no quiera hacerlo, a eso estoy dispuesta casi
siempre, más bien porque al publicar cosas de quienes dominan muy bien esto de
escribir, hacen que me sienta en tremenda inferioridad. Y que nadie lo
interprete como baja autoestima, como recomiendan ahora los psicólogos, me
quiero lo suficiente. Pero soy consciente de mis limitaciones que, por otra
parte, no me preocupan demasiado, únicamente me inquieta la tortura que puedo
infringir en quien me pueda leer, y me inquieta que mis amigos, los que bien me
quieren, se muestren demasiado
benevolentes al juzgarme, porque me siento incómoda. Esto que digo no es
conclusión gratuita, pues con frecuencia escucho críticas de otros que, igual
que yo, no están muy duchos en la técnica, pero que –igual que yo, reitero-
expresan más o menos torpemente lo que sienten. Lo que me sitúa en su misma
circunstancia y a tiro de idénticos comentarios. Tant pis, que dicen los franceses, o lo que es lo mismo, qué le
vamos a hacer.
He leído una entrada en otro blog que
comenzaba preguntándose ¿para qué sirve un blog? Para a continuación dar una
serie de argumentos que no me convencieron, algo así como entretenerse, matar el tiempo, comunicarse… En
mi caso creo que no cumple ninguna de esas funciones. No es escribir un
entretenimiento, es más bien una necesidad. Tampoco una forma de pasar el
tiempo, mi ocio pasa por la buena música, por la conversación, por el paseo,
por la lectura de lo que otros escriben… Y para comunicarme nada mejor que la
compañía de una amigo/a en un bis a bis
delante de una taza de café. Así que
esos argumentos no me sirven. Así, a bote pronto, el blog es una forma de decir
que estoy viva, que siento, que me preocupo, que a nada soy indiferente. Todo lo
demás que pudiera decir está escrito en
alguna parte, y por quien posee mejores
conocimientos. Ahora bien, lo que siento, lo que vivo, la forma en que
veo mi ciudad, los sentimientos que me producen los buenos amigos (también los de
los malos)…. Eso es privativo, me pertenece a mí solita y nadie puede contarlo en
mi lugar. Ciertamente pienso, vivo, río y lloro como todo el mundo, nada de
particular. La diferencia es pocos lo escriben, aunque sientan y padezcan las
mismas cosas. Unas veces porque creen que
exponer sus sentimientos menoscaba su estatus social, otras por miedo al otro -a
la crítica- y la mayoría porque un pudor, marcado en una educación basada en el miedo –a Dios o al
poderoso- les impide hacerlo.
Se da la circunstancia que a Dios no temo, a quien se ama no se debe de temer;
y al poderoso tampoco, pues lo único que tengo de valor –si es que algo tengo-
no cotiza en el mercado de los poderosos. Pienso, como la nona (abuela) del Papa Francisco que “El
sudario no tiene bolsillos”. Bastaría acercarse a la cama de un moribunda,
de la más alta alcurnia si se quiere,
para darse cuenta de lo poquita cosas que somos, de lo poco, o nada, que vale
envararnos en esa apariencia de suficiencia, que nos hace despreciar las cosas
cotidianas por tildarlas de vulgaridad. Y todas van con nosotros, con la
particularidad de que son precisamente las sencillas, aquellas que pretendemos
disimular, las que nos igualan. Conozco demasiados pobres diablos –y diablas o
diablesas- que dejan de vivir por seguir unas pautas sociales basadas en la
pura y simple apariencia. Matrimonios que se odian, que discuten en privado –so
siendo eso lo más grave-, que no son capaces de comunicarse si de los temas de economía doméstica se les saca
– eso sí me parece grave- y que, sin embargo, cuando se proyectan hacia el
exterior intentan aparentar una perfección que no tienen, defienden unos
valores que no practican, quieren ser el ejemplo que no dan a sus hijos, desean desautorizar a quienes intentamos
–luchando contra viento y marea- ser un poco más auténticos. Esos me dan verdadera lástima. Un día haré una
entrada, que seguro será muy controvertida, sobre quienes defienden la familia
a cualquier precio –sí, digo a cualquier precio, porque sé que la familia es muy importante, pero no
todo vale por mantenerla- incluso inmolando la vida de uno o varios de sus
componentes para cumplir con la sociedad. Olvidándose que nada tiene sentido
fuera de buscar la felicidad, la alegría, la complicidad, la solidaridad, la
comunicación franca y abierta. Nos falta conciencia de la razón de nuestra
existencia. Vivir para cumplir normas, más allá de las que nos sirvan para
organizarnos como sociedad -en aras a la convivencia-, o para atesorar capital, también más allá del
que nos permita vivir con dignidad, o para tener poder sobre otros, es ser muy
pobre, inmensamente pobre. Si hay cielo, si hay Dios, si hay vida más allá de
ésta, y queremos llevar un bagaje digno, seamos honestos con nosotros mismos,
carguémonos de energía positiva –que eso es lo que probablemente somos-
. Y si no hay nada más allá, cosa que
ni los creyentes ni los ateos sabemos con certeza –y que a mí no me importa en
absoluto porque sé que lo que debo de hacer es arrimar el hombro para que todos
podamos ser un poco felices- no
desaprovechemos la oportunidad que es haber vivido.
Pues está claro que para afirmar
–como afirmé- al principio, que me costaba trabajo escribir en el blog… me he
pasado un poco.