La Iglesia Católica está experimentando desde hace mucho tiempo (al menos en Occidente) lo que podríamos llamar un eclipse. La España sembrada de edificios parecidos a pequeños escoriales berroqueños (los seminarios), a los que acudían miles y miles de seminaristas a estudiar latines y teologías bajo la férrea disciplina de aquellos clérigos calabreses de bonete de tres altos, rosario en mano y látigo en la cintura, vestidos todos (alumnos y profesores) de negro y gola, como Felipe II, es cosa del pasado. A lo que parece, estos tiempos ya no son de la Iglesia, ni del Espíritu Santo, ni de la Comunión de los Santos y el Perdón de los Pecados. Si acaso fuesen de alguien, o de algo, es de la Resurrección de la Carne y de la Vida Perdurable, aquí y ahora. Y esto es así, entre otras razones, porque la fijación de la doctrina católica en forma de dogmas y presupuestos casi todos procedentes de la Antigüedad, explicados con un lenguaje arcaico, amenazador muchas veces, arrogante, y casi siempre autoritario, muy difícil de entender por las nuevas generaciones, ha hecho que la gran mayoría de la juventud no se sienta atraída por una Iglesia perpetuada a lo largo de los siglos a través del llamado poder sagrado, llena de mitos de la edad de piedra. De auténtica tragedia es ver, no ya la práctica desaparición de las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida religiosa, sino contemplar generaciones enteras de jóvenes, de hombres y mujeres de todas las profesiones, alejados o alejándose de una institución que impone a los hombres leyes morales unívocas, que parecen causarles más perjuicios que beneficios, o que les provoca inseguridad cuando necesitan ser acogidos, o soledad cuando no quieren estar solos ante las cuestiones esenciales de la vida.
La Iglesia, esta Iglesia, que se ha ido geriatrizando a pasos agigantados, toma la palabra a través de gente demasiado cansada, gastada y aburrida. Dice poco o nada que interese, edifique o ilusione al hombre de hoy, sobre todo a la juventud. Nada nuevo que sirva para romper con el poder de lo fáctico. Nada que corrija su misma incapacidad congénita para poder aceptar, sin crisparse, los importantes cambios que de continuo se están produciendo en nuestra sociedad. «Tú eres una piedra» (tú es Petrus), palabras que el Evangelio de Mateo pone en boca de Jesús dirigidas a Simón, uno de los doce, pero que se le pueden aplicar muy bien a la Iglesia Romana. «Tú eres como una piedra», y por eso, con esa tendencia a petrificarte, no puedes compaginar tu palabra con la del Buen Pastor, que es una palabra viva, eficaz y siempre, en cada tiempo y lugar, liberadora para los seres humanos y, en general, para toda la naturaleza, a la que los cristianos tanto contribuimos a maltratar y destruir. Sólo los muy viejos (y los niños hasta los 10 años), se sienten más o menos cómodos con la enseñanza religiosa impartida en nuestras iglesias. Demasiados dogmas sacados de mitos y alegorías de la Biblia. Demasiada teología obstinada en fundamentar sus convicciones sobre imágenes de relatos legendarios considerados como históricos. Demasiado no abrir más que la boca para repetir tópicos que dicen poco o nada a las mujeres y los hombres de este tiempo. Demasiada, en fin, incapacidad para anunciar a las nuevas generaciones (deseosas como nunca de necesidad básica de libertad y de una nueva espiritualidad), un mensaje que les haga seguir hoy, en esta hora (aunque sea de lejos), el ejemplo de Jesús.
Totalmente anticuada en relación con la sociedad, encuadernada a sí misma con durísimas pastas, ¿cómo puede la Iglesia tener vocaciones al ministerio sacerdotal entre los jóvenes cuando sigue manteniendo una teología arcaica? ¿Cómo invitarlos a formar parte del ministerio ordenado de un Estado teocrático con una central romana a la que todos están obligados a obedecer? ¿Cómo hacer que pongan sus vidas al servicio de iglesias prácticamente vacías, solamente llenas en la celebración de algunos funerales y poco más? ¿No habrá a caso que 'rebautizar' a la Iglesia en el nombre de un Dios Padre, libre de los errores teológicos que han conducido a millones de seres humanos al ateísmo? ¿De un Hijo lleno de humanidad que haga otra vez efectiva la esperanza para los hombres y mujeres de estos tiempos a través del Sermón de la Montaña? ¿De un Espíritu al que se le deje trabajar a su aire, un aire que sería siempre para fertilizar los desiertos de este mundo y convertirlos en un paraíso, en un anticipo del Reino de Dios?
En el Día del Seminario habría que decirlo de nuevo, levantar la voz, proclamar a los cuatro vientos que vale la pena tomar una decisión, optar por un camino, emprender un proyecto cien por cien humano. Un camino lleno de fuerza y de verdad que conduzca a la vida, al amor y la esperanza en un mundo en el que sigue reinando la violencia, triunfando la indiferencia y la mentira, la voracidad de la dominación y del dinero. Y ahí está el hombre de Nazaret, que no fue sacerdote, ni revolucionario político, que no fue monje, ni moralista piadoso. Ahí está ese Hijo de Hombre diciendo que la benevolencia de Dios no se consigue con sacrificios rituales, sino a través del amor y de la lucha pacífica para ir liberando al mundo, a este mundo, del odio, de la desesperanza y del dolor. Un fantasioso predicador ambulante, un utópico que casi nada de lo que quería y por lo que se sacrificó se ha hecho realidad. Y sin embargo.
(Publicado en el diario El Comercio de Gijón, 19/03/2011